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jueves, 23 de marzo de 2017

Lecturas de la semana. Humor, los noventa y las principales capitales españolas


 
De todo lo que suelo leer, lo menos habitual son autores españoles. En los últimos años esto ha cambiado bastante y ahora asoman más de lo que lo hacían al principio. Lo segundo sería narrativa humorística…bueno, técnicamente el puesto se lo llevaría el género romántico, con una novela (Cumbres borrascosas, para más señas) en ocho años del blog. Pero el humor tampoco es que salga mucho. Quizá porque este va mezclado con otros temas, o porque las comedias al uso no terminaban de hacerme gracia, pero lo más cerca que estaba de un texto cómico era gracias a Terry Pratchett. Otra costumbre que va cambiando muy poco a poco, y que esta vez se debe precisamente a dos escritores españoles que  abordan el género de forma muy distinta: uno desde el puro absurdo y otro, desde una aproximación mucho más ácida.

 


Eduardo Mendoza. Sin noticias de Gurb. Mendoza perfectamente podía sonar gracias a La verdad sobre el caso Savolta (o sufrir sudores fríos recordando su bachillerato según el plan de lecturas que le tocara), aunque Gurb abandona el género policiaco e incluso la narración más complicada a favor de una muy particular: el diario de un extraterrestre, recién llegado a la tierra, que en un intento de contactar con los terrícolas pierde a Gurb, su compañero. A partir de ese momento, tendrá que salir a buscarlo, cruzando todos los lugares que solo podían encontrarse en la Barcelona previa a la celebración de los Juegos Olímpicos: obras interminables, alquileres disparados, tascas de toda la vida que conviven con discotecas de lo más moderno…y unos habitantes entre los que el protagonista intentará camuflarse gracias a su avanzada tecnología y bastante desconocimiento del concepto del concepto de discreción. O quizá no. Porque la gente de una ciudad grande está demasiado enfrascada en sus asuntos como para fijarse en que acaban de cruzarse con el Conde Duque de Olivares.

La novela comenzó casi como una broma, un experimento de ciencia ficción escrita por entregas para un periódico, por lo que la estructura de diario es bastante útil: no hay separación específica de capítulos, sino que cada pasaje se numera por días u horas, sirviendo para delimitar el tiempo transcurrido en la historia y haciendo que la lectura, como columna o incluso recopilada en libro, sea muy sencilla y muy rápida. Y que también case muy bien con el tipo de humor que mantiene, que además de tirar hacia el total absurdo, recuerda mucho a los sketches de Faemino y Cansado o a las viñetas de Mortadelo y Filemón: los momentos en los que el protagonista recurre a los disfraces, completamente fuera de lugar e inútiles, son muy deudores de los trucos a los que el personaje de Ibáñez utilizaba en sus historietas. Además de cierto punto ácido donde se hace mención a la picaresca y a la chapuza que aparecen en toda la ciudad.

Pero el que más abunda es el toque absurdo, el de jugar con las palabras y buscar lo más chocante y fuera de lugar que pueda conseguirse en un párrafo: Los primeros momentos disfrazado de Conde Duque de Olivares, el convertirse en un momento dado, y porque sí, en Gilbert Becaud disfrazado de ninja  o el describir con la mayor naturalidad como un alienígena realiza tareas tan anodinas como ponerse el pijama se apoyan mucho en el surrealismo de esas situaciones para conseguir la comicidad, que funciona para cualquiera que tenga debilidad por este tipo de humor y que ha aguantado muy bien el paso del tiempo. No ha sido el caso de las referencias temporales, que son muy concretas y, con dos décadas de diferencia, habrá un público más joven que se quede un poco perdido al hablarle de Marta Sanchez, de la locura que supusieron las olimpiadas en Barcelona o de los locales que entonces se consideraban modernos. Aunque en cierto modo, el paso del tiempo también hace que estas se vean hoy de una forma mucho más irónica y con una perspectiva distinta.

 

 
Antonio Muñoz Molina. Los misterios de Madrid. Al igual que Mendoza, Molina suena principalmente por El jinete polaco. Y, del mismo modo que Sin noticias de Gurb, Los misterios de Madrid también fue publicado por entregas en El País. Las similitudes terminan ahí porque aunque la trama de este último también emplee un género muy popular, es el del misterio y más en concreto, el de los folletines antiguos. Estilo que está muy presente en toda la novela, aún a modo de parodia, para narrar las aventuras de Lorencito Quesada, un reportero aficionado a quien se le encarga descubrir el paradero del Santo Cristo de la Greña, una imagen muy querida en la Semana Santa de su localidad y que ha sido presuntamente robada y trasladada a Madrid. Sin preguntarse mucho por qué el dependiente de un comercio y periodista a ratos debe resolver un delito, Lorencito se traslada a un Madrid propio de película de quinquis y donde irá desgranando un misterio protagonizado por personajes tan rancios y variopintos como cantaores de tablao, trepas, modernos y famosos de medio pelo.

El estilo que usa la narración es muy anticuado, recordando mucho al de las novelas populares de misterio y del que Molina se sirve para caracterizar a unos personajes muy anacrónicos y que, en el caso del protagonista, parecen fuera de lugar respecto del escenario en el que se mueven: Quesada, un solterón que vive con su madre en Magina, parece sacado directamente de un pueblo de los años cincuenta, con la intención de que este no sea consciente del cambio de década (ni de sistema político en más de una ocasión). Su actitud en Madrid es casi una parodia de la de Paco Martinez Soria en La ciudad no es para mí, pero una muy ácida, cambiando el lado más amable por el aspecto más amenazador y siniestro de la ciudad. Su candidez también lo convierte en un personaje muy entrañable, alguien muy perdido y del que se hace muy evidente su posterior evolución. La caracterización de los secundarios es mucho más crítica, estos son más ambiciosos, hipócritas, e incluso hace alguna referencia muy bien traída a determinadas figuras intocables: sus guiños a personajes que no pueden nombrarse por afectar a determinados estratos sociales sigue siendo hoy perfectamente válido.

La descripción de estas situaciones, desde el punto de vista más sarcástico, se complementa con algunos momentos y antagonistas sacados directamente de una película de espías o de un folletín: peligrosos asesinos asiáticos, secuestros, el robo de una reliquia que roza lo ridículo e incluso un villano con un afán de coleccionismo que hace que el trasfondo se convierta, de forma intencionada, en una farsa, en una situación demasiado novelesca para ser cierta y tratada con cierta comicidad, que acaba sirviendo para rebajar un poco el cinismo  con el que se retrata al resto de personajes.

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